Contra el rumbo es mi segunda novela, publicada en 2014 por editorial Galerna.
Ponele los nombres a los personajes de este libro. Un joven conductor de radio se enfrenta a muerte contra el rey de la noticia amarilla. Alguien tan poderoso que puede destruir una vida con un chisme, y lo hace regularmente.
Prostitución y trata de personas en el Buenos Aires VIP que muchos intuyen pero muy pocos conocen.
Una película hecha papel, dicen algunos. Puede ser también un papel que será película. El tiempo dirá.
El libro lo presenté en la Feria del Libro, con la participación de Florencia Etcheves. Vino, nos hizo reír, y dijo cosas como esta, que no me da vergüenza transcribir, y que tengo filmadas, por si hay incrédulos: "Marcos abusa del lector, porque vos estás convencida de que va a pasar una cosa, y termina pasando otra... la primera vez que dije este señor es un abusador, fue con un libro de Stephen King. La segunda con Marcos".
Con Florencia sobraba, pero si se puede, hay que ir por todo. Y le pedí a Juan Pablo Varsky que nos acompañara. Abusando, también, porque somos muchos los que sabemos de su generosidad. Y vino. Y se despachó con cosas como: "Hay libros que se leen con intención de meterse de lleno en esa historia. Y yo estuve todo el tiempo atrapado. Es enemigo de siestas".
Después de eso, el libro empezó a circular y por suerte la gente también fue generosa en sus comentarios. Gente famosa y no tanto, mucha de ella con Twitter. Algunas de las cosas que dijeron las pueden encontrar en este Storify.
¿Por qué este post ahora? Por una sola razón, o dos. Se acerca Navidad, y es una fecha importante no solo para la gente, sino también para los libros. Es algo así como el primer fin de semana para las películas. Hay que sobrevivirla. La segunda, también está relacionada con la Navidad, más precisamente con Papá Noel. Soy de insultar poco, pero según el libro es un hijo de puta. Habría que ver porqué.
Para terminar, si lo de arriba les tentó, acá está el CAPÍTULO 1. Y si les tentó mucho, acá lo tienen en ebook, en Amazon, o por correo, en Tematika. O pueden visitar una librería, que siempre está bueno.
Marcos
miércoles, 3 de diciembre de 2014
Capítulo 1
CONTRA EL RUMBO
1. Día de radio
Soy periodista,
pero no fanático. No todavía.
Estoy en medio de una entrevista al cantante de Goats in Rehab, banda que
toca esta noche en River. Se llama Jeff Somewhere. Jura que ese apellido no es
artístico, que lleva más de doscientos años en su familia. Viene de los indios
biloxi, que vivían en Mississippi antes de ser diezmados por la viruela y
exterminados por los colonizadores. Hay heridas
que no cierran con el tiempo.
Se podrían escribir varios libros con las anécdotas de Jeff sin más tinta
que la de sus tatuajes. No entiendo si son cientos o es uno solo, inmenso. Le
pregunto. Me dice que, como ocurre con los árboles, se puede saber su edad por
las marcas que el mundo va dejando en su piel, sólo hace falta saber leer.
Habla con la tranquilidad de quien tiene menos de veinticinco años y ha
recorrido el mundo entero al menos una vez. Hace un chiste sobre las mujeres
argentinas y la carne. Lo hace mirando a una de nuestras productoras, Andrea,
con quien espera tener sexo esta noche. Sería un milagro que eso no ocurriera.
Algo empieza a hacerme ruido en la cabeza, pero todavía no descubro qué
es. Jeff está cómodo, dispuesto a hablar. Yo también. Hasta hace treinta
segundos, hubiera dicho que ésta
iba a ser una gran entrevista, pero no.
Le pregunto a Jeff por las mujeres que fueron vistas anoche en un hotel
de Puerto Madero. La faena duró hasta las seis de la mañana y hubo más modelos
que en un desfile importante. Jeff responde con una carcajada y entonces
descubro lo que está pasando. Desde hace casi un minuto no hay eco en nuestra
conversación. Los que trabajan conmigo en la mesa no preguntan, no se ríen; el
control está quieto, como si estuviera vacío. Parece de noche, y eso en mi estudio
no ocurre nunca.
Miro el vidrio del control. Un reflejo adquirido que nunca perderé.
Cuando algo anda mal, levanto los ojos y tengo a dos o más personas dispuestas
a dar explicaciones, respuestas. No es así esta vez. Todos rehúyen mi mirada,
lo cual, mientras salimos al aire, sería motivo de puteadas en árabe. Puedo
necesitar algo y ellos están ahí para conseguírmelo. El tiempo al aire es
sagrado y, si hay un dios, de lunes a viernes entre las nueve de la mañana y la
una de la tarde, acá, soy yo.
El enojo me confunde. Se están escondiendo. Miran sus computadoras como
si fueran los últimos diez minutos de un Mundial y Argentina estuviera ganando
uno a cero. O perdiendo. Están tan concentrados que podría saltar de la
felicidad, salvo porque no es en el programa donde tienen puesta la atención.
Hasta Jeff deja de hablar. Él también lo percibe. Está acostumbrado a ser
el centro de cualquier universo que habite, y ahora es ignorado.
Cochís está en la mesa conmigo. Empezó como productor, igual que yo, y es
el único que se anima a señalar mi computadora con un dedo. Siempre, durante el
programa, está abierta en Twitter. Y todos los mensajes dicen lo mismo: «Se suicidó
el periodista Ernesto Berro».
No es la primera vez que matan a mi padre, pero ahora parece ser en serio.
Hay muchos mensajes, demasiados, algunos de gente conocida. Me cuesta respirar.
Todo se vuelve blanco. Jeff, el entrevistado, dejó de hablar y me mira. El
cuarto empieza a dar vueltas. Mi padre no puede estar muerto.
–Mandá a tanda, un tema, lo que sea. Se nos cae –dice Ganso. Le puse ese
apodo porque es fanático de Top Gun.
Al principio le decíamos Top Ganso, pero derivó en Ganso por razones de
economía. Los instintos afloran en él y trata de evitar el bache. No puede
haber baches en la radio. No. Y menos en mi programa.
El cuarto da vueltas cada vez más rápido. Sé que no debo combatir la
sensación, sino aceptarla. La noción de bache me recupera. Fijo con fuerza los
ojos en una mancha de fernet que hay en la pared. La dejó Ganso una Navidad,
una mancha de vómito, y nunca la pudieron sacar o no quisieron. El cuarto sigue
dando vueltas, pero la mancha está quieta y yo con ella.
Estamos fuera del aire. Suena «Miss Atomic Bomb», de The Killers. Ya
tengo una referencia visual y otra auditiva.
«Me extrañarás cuando me haya ido», dice la letra de la canción. Malditos
profetas. Salgo de la cabina y logro llegar al control. El productor que
siempre seré se hace cargo.
–Cochís, probá con mi viejo en el celular. Vos, Juanita, llamá al diario.
Pietro, buscá en Twitter a tipos que conozcamos y preguntales de dónde viene la
noticia.
Tengo más de cincuenta llamadas perdidas en mi teléfono, que sigue
vibrando. La gente que tiene mi número sabe que no debe llamarme en el horario
del programa; cada llamado empeora mi sensación.
–¿Algo, alguien? –pregunto al vacío, sabiendo, como siempre, que todos me
escuchan.
Nadie contesta. Cuando sepan algo, lo dirán, pero hasta entonces van a
seguir buscando. Sin parar. Mi dedo se va moviendo hacia abajo en las llamadas
perdidas y llego a las de anoche. Entre ellas, tres de Ernesto Berro, mi padre,
con quien no hablo desde hace más de cinco años.
Lo último que él hubiera hecho es pedirme permiso para suicidarse. No.
Debe ser una de esas idioteces que pueblan las redes sociales minuto a minuto.
Todos los días matan a alguien de la forma más inverosímil. Basta que algún
personaje conocido se resfríe para que salga un estúpido a decir que ha muerto
y miles de personas aburridas se plieguen al jueguito. Una retroalimentación de
mentiras que funciona a pleno durante quince minutos; nada dura más de quince
minutos en las redes sociales.
–Martín –es Cochís, casi susurrando–. Tengo a la Federal. Están en la
casa de tu papá.
Sus ojos lo confirman y mi certeza es mayor que si hubiera visto el
cadáver. Sí, mi padre ha muerto.
El taxi desde
Colegiales hasta Flores tarda casi una hora, pero para mí es mucho menos. El
chofer venía escuchando mi programa y lo cambió al tercer tema musical. Los productores
han decidido suspender el vivo y pasar música, en ausencia de otra idea mejor.
Me parece bien.
Las otras radios no son tan generosas. La noticia del suicidio de Ernesto
Berro, periodista, escritor, padre de Martín B. (o sea, yo), es repetida hasta
el hartazgo. El suicidio potencia la noticia de cualquier muerte. Si a eso le
sumamos que se trata de un periodista veterano y prestigioso, la cosa se va
saliendo de proporción. Y, si rematamos con que es mi padre, tenemos lo que
hay.
Con una velocidad que conozco de memoria, las radios empiezan a poner en
el aire a periodistas que conocieron a mi padre. «Periodismo de periodistas»,
papá lo detestaba.
–Ernesto era el último de los mohicanos –dice un editor de Página 12–. El periodismo no va a ser lo
mismo sin él.
–El Manual de ética periodística
de Berro fue fundamental en mi vida –agrega alguien de La Nación.
Las referencias siguen, algunos hablan de mí.
–Acompaño a Martincito en su dolor. Lo conozco de chico y sé lo que debe
estar sufriendo –dice alguien; no sé quién es.
Me voy haciendo una idea de lo que está por venir. Toda persona que tenga
algún tipo de relación con el periodismo se va a sentir en la necesidad de
decir algo sobre mi padre. Y toda persona que lo haya conocido me habrá
conocido a mí, con seguridad, al «pequeño hinchapelotas», como le gustaba
llamarme a mi padre. Hasta que crecí, por supuesto, y pasé a ser el «mercenario
chato» o «el capo del periodismo metrosexual», según el grado de malhumor que
él tuviera en el momento.
La casa de mi padre queda en la calle Ramón L. Falcón, quien fue jefe de
la Policía Federal a principios del siglo pasado. Siempre me pregunté si se
trataba de una coincidencia o si el fanatismo de mi padre por los policiales
era tal que le había llevado a elegir su residencia en ese lugar. De cualquier
manera, la calle es de las más tranquilas del barrio de Flores.
–Te voy a tener que dejar acá, pibe. No sé qué es lo que pasa –me dice el
chofer dos cuadras antes.
–No te hagas problema. Acá me bajo. Haceme un favor –le digo mientras le
doy doscientos pesos–: esperame una hora. Si no vuelvo, andate.
Yo sé lo que pasa, aun antes de verlo. Empiezo a hacerme lugar entre las
filas de curiosos tratando de no empujar a nadie. Más allá hay una cinta
policial, de las amarillas, pero antes encuentro otra barrera mucho más pesada:
la de los noteros. Conozco a muchos y todos me conocen a mí, lo que, por
supuesto, no garantiza ni un milímetro de compasión.
–Martín, para La Red, ¿tu papá estaba deprimido?
–¿Es verdad que tenía problemas con el alcohol? De Radio América.
–¿Dejó una carta para vos? ¿La leíste?
–Martín, en vivo para…
Y cien preguntas más. Mi viejo hablaba de esto en su bendito Manual de ética periodística o,
simplemente, el Manual, como todo el
mundo lo conoce: «Los periodistas que sólo buscan titulares siempre serán
suplentes». Él estaba equivocado en muchas cosas, no en ésta. Hago esfuerzos
importantes para no asociar las preguntas con ningún periodista porque no
quiero odiar a alguno para siempre. Están haciendo su trabajo, que en algún
momento fue el mío. No quiero odiarlos.
–¿Te sentís responsable del suicidio?
El notero tiene que buscar resortes y éste acaba de encontrar el mío. Me
doy vuelta con el puño en alto, dispuesto a romperle la nariz de una trompada.
Lo veo sonriente, esperando el golpe. Mi trompada puede sacarlo de notero y
llevarlo a panelista; por está dispuesto a recibir eso con gusto. Ganamos todos,
llego a pensar, pero, antes de que pueda actuar, una mano entra por debajo de
mi hombro y me aprieta la clavícula. El dolor es enorme.
–Martín, dejate de hinchar las pelotas. Vení.
La fuerza del comisario Galmarini me saca de balance, me empuja hacia
atrás y hace que rompa la cinta amarilla. En el mismo movimiento, me sostiene
para que no me caiga y para terminar pone una mano enorme en el pecho del
notero que quiere traspasar la línea.
–Hasta acá, muchachos. No pasa nadie. Vení, Martín.
Conozco a Galmarini desde los diez años. Lo he visto borracho en la casa
de mi padre infinidad de veces. Es uno de los pocos policías
en los que confío. Me lleva hasta el interior de la casa sin producirme dolor,
pero sin soltarme.
–Martín, no es necesario que veas esto.
Voy a tener que verlo, pero no todavía.
–¿Qué pasó? Contame, Galmarini.
–Ernesto está muerto. Eso pasó.
–¿Suicidio?
Galmarini se encoge los hombros. Sé que mi pregunta es estúpida. Él jamás
adelantaría una conclusión si no está seguro, pero yo no estoy pensando con
claridad.
Un agente le dice algo al oído. Él asiente, me palmea la espalda y se va
dejando a mi cargo la decisión de ir hacia el living. Sé, sin necesidad de
verlo, que mi padre está en el living. Avanzo.
La primera imagen la vi ya un millón de veces. El viejo sillón de cuero
de espaldas a la puerta, mirando la ventana, y la mesita con el cigarrillo que
se fumó solo y un vaso de whisky por la mitad. La mano cuelga a centímetros del
libro caído. Encuentro la primera diferencia: en lugar de un libro está el
Smith & Wesson 357 de papá. Al ver el arma, tomo conciencia de que lo que
está pasando es real. La culata gastada del revólver. Han sido años de disparar
balas y más balas en el Tiro Federal. Mi primera vez fue antes de cumplir los
doce y casi me saco un brazo. La última, casi dos décadas después.
Ese arma jamás estaría en el piso si papá viviera. La cuidaba más que a
sí mismo. De hecho, podía maltratar su cuerpo con dosis industriales de tabaco
y alcohol, pero jamás hubiese permitido que su revólver estuviera cerca de algo
húmedo, muchísimo menos en un charco de sangre.
Tengo el impulso de poner el arma sobre la mesa.
–No hace falta que lo veas, Martín. Vení, vamos –dice Galmarini, que se
acercó sin que yo lo escuchara.
Sin embargo, hace falta. Cuido de no pisar las manchas de sangre, me paro
frente al cadáver de mi padre y no es tan terrible como hubiera creído. El tiro
debe haber entrado por el mentón porque hay un orificio de salida arriba de la
nuca, pero no es más que un hueco pintado de rojo. La cabeza está inclinada
hacia abajo con tanta paz que no me sorprendería que la levantara y me dijera
«hola». Espero, casi convencido de que eso puede ocurrir, hasta que Galmarini
me palmea la espalda.
–Vení, vamos. Ya está. Quiero mostrarte algo.
Subimos la escalera esquivando a agentes de la Policía Científica y
entramos en la habitación de papá. La cama está deshecha. Hay un desorden
moderado, nada del otro mundo para alguien que vive solo. Galmarini me señala
unos papeles sobre la mesa de luz mientras me alcanza un par de guantes de
goma.
–Tomá, ponete esto.
Mis manos están transpiradas y cada guante es una lucha. Tardo en
sentirme cómodo. Galmarini me muestra un informe médico. Lo leo muy por encima,
hasta encontrar la palabra «leucemia».
–El forense vio los análisis. Dice que era terminal. Esto nos da el
motivo. Como respuesta a tu pregunta, parece suicidio, sí.
Doy vuelta la hoja y veo una serie de valores en sangre y otros
resultados. El informe está firmado por el doctor Markarian, a quien conozco.
No entiendo la mitad de lo que dice, pero estoy pensando en otra cosa, en una
situación parecida, de veinte años atrás. Recuerdo cómo mi madre cerró los ojos
y el mismo Markarian nos dijo a mi padre y a mí que ella había tenido una
muerte digna, que podría haber seguido luchando, pero que hubiera sido doloroso
y estéril. Y recuerdo cómo mi padre dio un puñetazo en la pared. «Tenemos una
sola vida, Martín, una sola. Pase lo que pase, hay que seguir, ¿entendés?
Porque después no hay nada», fue lo que dijo mi padre en aquel momento.
Textual.
–Martín, ¿estás bien? –pregunta Galmarini.
–Sí, pero papá no se suicidó. Por favor, buscá bien, acá hay algo más.
¿Alguna carta? Afuera alguien habló de una carta.
–Los medios siempre hablan de una carta, es su forma de pescar, pero
todavía no encontramos nada. Y los indicios…
–Los indicios las pelotas. Esto es una escena del crimen. Tratala así o
te voy a crucificar y vas a rogar por el pase a retiro.
No es fácil intimidar a Galmarini, tampoco me interesa hacerlo, pero
acabo de recordarle que, antes que amigo nuestro, es policía y en este momento
eso es lo que cuenta.
–Y una cosa más: lo de la leucemia queda acá, no quiero que se sepa.
¿Puedo contar con eso?
Galmarini asiente y me voy sin despedirme. Necesito aire. Es de día y aun
así los flashes de las cámaras me ciegan. Los micrófonos me golpean con fuerza
y las preguntas con más fuerza todavía. Los periodistas me empujan, me agarran,
me tironean y me vuelven a empujar, pero no me detengo. Logro pasar, después de
algunos minutos, pero todos me siguen. Llego a la esquina y el taxi que me
espera es la primera buena noticia del día.
El chofer está parado y fuma al lado del auto. Cuando ve venir la marea
de gente, aplasta el cigarrillo contra el suelo y se pone al volante. Arranca y
con un movimiento abre la puerta de atrás. Corro con rapidez los veinte metros
que me separan del taxi y me zambullo en el interior. Partimos a toda velocidad
y escucho con incredulidad que algunos periodistas me insultan.
–Relajá, pibe. Acá tenés unos minutos de paz.
Pero no es paz lo que siento. Bajo la cabeza y me pongo a llorar.
lunes, 21 de julio de 2014
Sit
Esta
historia es verdadera, salvo alguno que otro detalle, pero como el diablo está
en ellos, nunca conviene ser demasiado preciso.
Corren los ochenta, y justo antes de que se vayan, dos viejitas se suben a un ascensor en un lujoso hotel de Nueva York. Ambas son argentinas y rondan la edad de aquel siglo.
Caminan con lentitud hacia el centro del ascensor vacío. Saben que un paso mal dado equivaldrá a una cadera de titanio, y ellas prefieren otro tipo de metales, tal como puede apreciarse en sus cuellos, orejas y manos.
El vehículo se pone en marcha en la dirección deseada por las mujeres, hacia abajo, y ambas aprovechan para acomodar las pieles de los animales que las envuelven. Está llegando el otoño, y el trayecto entre el hotel y la limosina Volvo puede ponerse fresco.
Imposible saber qué piensan, pero es más que probable que al menos una de ellas esté recitando en francés el texto de La Boheme, ópera que en menos de una hora deberán estar presenciando. Tal vez no. Lo que sí podría ver cualquier observador ocasional es el gesto de fastidio de ambas cuando el ascensor se detiene en el noveno piso.
Las puertas automáticas empiezan a abrirse, y ninguna de ellas mueve un músculo. Sea quien sea que vaya a entrar, deberá acomodarse en alguno de los cuatro rincones disponibles. Ellas estaban primero, y son ellas.
Los sorprende la ausencia de luz. Las puertas se han abierto por completo, y lo único visible es una pared a escasos centímetros. Ellas retroceden tal vez medio paso sin siquiera notarlo.
Poco a poco los ojos se van acostumbrando, y nuevos elementos pueden apreciarse. La pared es una persona. Zapatos negros, inmensos y brillantes como espejos. Un pantalón planchado como a ellas les gusta, con raya de hierro, pero tan largo que parece interminable. La imagen continúa con el pecho y el rostro de un hombre que las mira la calma de la muerte. Ellas no saben cómo ni cuándo ha sucedido, pero se encuentran apretadas contra la pared de atrás, y empujando.
El brazo del hombre se mueve en un gesto casual, y una correa (negra, como todo lo demás) se tensa. Un animal salido del infierno se acerca al hombre, y los dos entran en el ascensor.
Las ancianas han cedido cuanta superficie es posible, y se acurrucan en un rincón, con tanta dignidad y temblores como el pánico les permite.
El hombre les da la espalda y sin mirarlas, pronuncia una sola palabra, con una voz tan grave y segura que es imposible resistirse
- Sit!
No es momento de dudar, y ninguna de las señoras lo hace. Con toda la agilidad que les permiten los años y el miedo, se sientan en su rincón. El perro también lo hace.
Ahora sí el hombre mira a las mujeres con lo que ellas después definirán como calma. Una calma eterna. El perro doberman del hombre las mira de la misma forma.
El sonido de una campanita lo devuelve a la realidad, y al abrirse las puertas, el hombre y su perro salen del ascensor, dejando a las dos señoras sentadas y recuperándose.
No hablan del fatídico viaje en ascensor con nadie, hasta dos días después, cuando al momento de abandonar el hotel, se acercan al mostrado
- La cuenta ya ha sido pagada –les dice el empleado del hotel en un perfecto español
- No puede ser –responde una de ellas
- Sí, un ilustre huésped del hotel mencionó que sin querer les había hecho pasar un momento incómodo el otro día…
- ¿Ilustre? ¿La bestia del doberman? ¿Y tiene nombre? Es un boxeador, ¿no?
- No, es un jugador de basket. Y sí, tiene nombre, es Michael Jordan.
O reventar.
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