La desesperación te lleva a lugares insólitos. Es como ser tenista, de esos medio pelo, que terminan jugándose el alquiler en lugares en los que no dejarían morir a su perro.
Así estaba yo. Desesperado. Era diciembre, y el colegio de mis hijos estaba impago desde julio. No importaba, salvo porque era diciembre, y a diferencia del resto del año, donde no los pueden echar por falta de pago, en ese momento si pueden impedir que los reinscribas. Y el paño con la directora se me había acabado hacía ya tiempo.
Como siempre, me enfocaba en el menor de los detalles. Sacando los chicos del medio, estaba la hipoteca, y sacando la hipoteca, la pierna que me quebrarían en menos de dos días, si no pagaba la mitad de lo que debía a gente menos compasiva que una directora de colegio.
El tugurio era de barrio, pero esa noche había sido copado por políticos. El intendente festejaba una nueva reelección, y los dólares se acumulaban en la mesa. Muchos de esos dólares eran de un juicio laboral que mi mujer había cobrado esa misma tarde. La indemnización de doce años de trabajo, en una mano de póker.
Mi par de seis era miserable frente a la suerte que venía teniendo el intendente, que sin duda había empezado con la reelección. Mi suerte, por otra parte, no se detendría hasta matarme.
Llega un momento de clarividencia, en el que la luz ilumina la parte oscura de nuestra cabeza, y el camino se muestra como si fuera la pista de aterrizaje de un aeropuerto. Supe que no podría ganar nunca, y menos aún volver a casa. No lo haría.
Mi seguro cubría muertes dudosas, y con como si estuviera pensando a dónde iría de vacaciones ese verano, elegí el cruce donde me sentaría a fumar, esperando que el tren me arrollara.
-¿Jugás?
El tipo sostenía un habano como si fuera el tipo de Brigada A, y deseé con toda mi fuerza que un potente ACV lo poseyera en el acto. Nada.
-All in.
Arrastré todas mis fichas al pozo, y sentí una paz que no sabía existiera. La paz de la muerte.
Las dos jotas del tipo eran una condena segura.
Pero entre las cartas del pozo, hubieron dos seis milagrosos, y el póker me salvó la noche.
Los milagros siguieron, y uno no menor fue que pude salir de ahí vivo, y con una pequeña fortuna, que me permitió no solo pagar colegios e hipoteca, sino seguir usando mis dos piernas unos días más.
Volví dos veces más al tugurio, hasta que con toda amabilidad me pidieron que me alejara para siempre. Nunca había ganado tanto. Tanto, que las vacaciones que hace unos días eran impensadas, ocurrieron en Punta del Este, coincidiendo con el torneo sudamericano de Texas Hold’em. Que gané.
No volví a pisar tugurios. Mi habitat eran los grandes salones de hoteles internacionales, donde jugaba frente a cámaras de televisión. Y ganaba.
Llegó junio, y el campeonato mundial de póker en Las Vegas. La mesa final, dos personas: el intendente y yo.
-¿Jugás?
En mi mente había sido todo tan real, que no dudé ni un segundo.
-All in.
Y ahora, mientras el croupier da vuelta la última carta, no tengo siquiera que mirar para saber que es un seis.