miércoles, 19 de octubre de 2011

RealET Show

El anfiteatro es enorme, pero los gritos de la multitud exaltada retumban con fuerza, convirtiéndolo en una caja pequeña, y ensordecedora.

Las cámaras flotan en el aire, registrando cada centímetro del escenario, y en particular, a la bestia que poco a poco recupera sus sentidos, mientras sale del sopor inducido por las drogas que hasta hace poco le administraban.

El presentador saluda a la multitud con un gesto ampuloso, y de inmediato se dedica a la bestia.

-Bienvenido. Estás acá para demostrar tus habilidades al mundo entero.

La bestia se incorpora hasta dónde los grilletes que maniatan sus extremidades se lo permiten. Hace un gesto de fastidio, pero se mantiene en silencio.

-Nuestras palabras te son extrañas, lo sabemos, pero sabemos también que nos comprendes. Nuestros científicos se han ocupado de eso. ¿De dónde vienes, y cuáles son tus habilidades?

La bestia entiende de repente que la multitud espera algo de él, aunque no tiene forma de saber qué, pero incluye sometimiento y humillación. Y eso no lo hace feliz.

Poco a poco, una extraña energía empieza a recorrer su cuerpo, y con una mezcla de confusión y agradecimiento, mira hacia el sol verde que lo ilumina.

El presentador altera su tono levemente, mientras hace una seña hacia quienes flanquean a la bestia, los que empiezan a acercarse, de forma amenazadora.

-Es la última vez que lo pregunto de forma amable. ¿Qué eres? ¿Qué haces?

La bestia sacude los grilletes que hace segundos los sometían con una facilidad que hasta a él mismo le sorprende. Recuerda alguna leyenda de su propio planeta, a siglos luz de distancia de ese lugar inmundo, e intuye que la única diferencia entre la leyenda y él, es el color del sol que lo ilumina.

-Soy un hombre, y estás a un segundo de adivinar lo que puedo hacer.

viernes, 14 de octubre de 2011

Linaje

Venimos de un importante linaje de profesionales del derecho.

Mi abuelo fue presidente de la Corte Suprema de Justicia, por más de veinte años, y son varias las plazas y avenidas que llevan su nombre, que también es el mío.

Mi padre fundó el estudio jurídico más grande del país, y me lo cedió para que lo convirtiera en uno de los más importantes del continente. Lo hice.

Y así llega el momento que por generaciones se ha repetido en mi familia, la ocasión en la que el primogénito le comunica a sus ancestros (vivos), lo que ha decidido para su futuro.

Mi hijo no parece apreciar la solemnidad del momento, y mi padre está ligeramente aburrido. Lo conozco.

No hay ninguna duda para nadie sobre la forma en que la conversación se llevará adelante, y es la única cosa que me desagrada. Descubro que como mi padre, yo también estoy aburrido.

Los genes corren fuerte por la sangre de mi hijo, y lo hemos sabido desde el día uno. Medalla de oro en el primario y en el secundario, cuatro idiomas fluidos, y atlético por dónde se lo mire. Navegará por la facultad de derecho como si fuera un lago, y tomará mi lugar antes de los treinta. Si el mundo no estalla antes, él será su dueño.

-Hijo –le digo con una solemnidad que me revuelve el estómago- ¿qué es lo que vas a hacer?

No tengo que escuchar las palabras para saber lo que viene, pero debo hacerlo. Miro de reojo a mi padre, quien está a segundos de quedarse dormido.

Tomás –mismo nombre que mi padre, y que yo-, se yergue en la silla de cuero, y con voz firme, dice una sola palabra, que nos sacude.

-Músico.

Una corriente eléctrica recorre las sillas de mi padre y la mía, y nos incorporamos al instante.

-¿Músico?-es lo único que tiendo a balbucear.

El asiente, y con total naturalidad, sostiene las miradas. Los ojos de mi padre son grises, y los míos también, aunque algo más oscuros. La prensa ha dicho que en ocasiones, en ocasiones duras, se ponen negros. Y son cuatro pozos los que taladran el tranquilo semblante de Tomás. El, inmutable.

El pelo un poco más largo que lo que debería estar, y los jeans rotos. La remera negra arrugada, sin ser desprolija, y sus zapatillas también negras. Eso es lo que veo enfrente mío, pero no es en eso en lo que pienso.

Pienso en un futuro que podría ser brillante, en dones que le han sido dados, con un propósito que nunca sabremos, y en la facilidad con que ha tomado una decisión que podría ser catastrófica en su vida.

-¿Estás seguro?

Asiente de nuevo, y se han terminado las palabras. Si algo me queda claro es que no hay duda alguna en su decisión.

-Tengo que hablar con tu abuelo. Nos vemos en casa a la noche. ¿Vas a estar?

Dice que sí, y después de darle un beso a mi padre, se va.

Pasan unos segundos, y el silencio es total. Pero es mi padre el que empieza a romperlo con uno de sus atronadores rugidos.

Poca gente los ha visto, y es que él no es propenso a ese tipo de demostraciones, pero yo las conozco. Empieza con un alarido ronco desde la boca del estómago, y se convierte en grito a la altura de la garganta. Cuando llega a los labios, ya es carcajada.

Se ríe, se ríe con más ganas de las que lo vi reírse nunca, y lo único que no me deja ver bien el panorama completo, son las lágrimas que mis propias carcajadas me provocan.

La escena dura cinco minutos, quizá alguno más. Al final, mi padre logra recomponerse, y entre jadeos, habla.

-Músico… nunca voy a entender cómo jugás tus cartas, para ganar siempre. Estás seguro de que es bueno, ¿no?

-Buenísimo-le respondo, en lo que es uno de los días más felices de mi vida.