Así termina la historia de "Mariana y Nicolás". Es bueno leer Querida Mariana, Querido Nicolás, La Cola, Blancanieves, Furia y Verónica, para entender bien de qué se trata.
Hasta las centrales atómicas necesitan recargarse alguna vez, y Mariana también.
Nicolás no contestó su celular, ni el fijo de su departamento. No le sorprende. La puta esa de Verónica lo debe tener aislado, pero ni ella ni nadie podrá impedir lo que se viene.
Nunca ha tenido miedo del rídiculo. No es cómo dicen los demás, que lo disfruta, pero sí hay algo que es cierto: ella no necesita de cámaras para hacer una escena.
Y con la certeza de que podrá ganar o perder, pero nunca dejar de pelear, se duerme.
Y no sueña.
El casamiento es a las once, en el registro civil de la calle Uruguay. Ella se pone unos jeans y unas botas cómodas, de taco bajo. Nunca sabe cuando hay que moverse con agilidad, pero quizá ese sea uno de esos días.
El infierno empieza cuando su Fiat Palio asoma la nariz afuera del garaje. La puerta del acompañante se abre, así como las dos de atrás, y antes de que pueda darse cuenta, ya son cuatro en el auto. La frase termina de redondear el violento deja vu, y el recuerdo de la vez que la secuestraron le pega como un látigo.
-Manejá.
A su lado, el amante de Verónica, con sendas vendas en la cara, y una mueca de sadismo. La vista de Mariana va hacia abajo, y ve la pistola que el tipo sostiene con un cierto temblor. Más abajo, una bota de yeso, recubriendo el pie que ella aplastó la noche anterior.
-Nena, movete, que no tenemos todo el día.
Ella acelera, pero con cuidado. Le tiene más miedo al miedo del patovica, que al propio.
-Que no se te vaya a escapar un tiro, ¿eh?
El patovica no contesta, y es uno de los de atrás el que decide participar.
-Che, Ramón, ¿esta piba es la que te dejó así?
-¡Callate, boludo! Sin nombres.
No sabe si alegrarse o llorar de impotencia. “Sin nombres”. El tipo es tan estúpido que piensa que ella no podrá identificarlo. En el mejor de los casos, implica que la van a dejar ir. Eso, y que no podrá llegar antes de que Nicolás se case con la puta.
-Vamos a dar un paseíto. Serán un par de horas, nada más. Para que no se te ocurra arruinar ningún casamiento. ¿Entendés?
¡Dios! Peor que estar en manos de un loco, es estar en manos de un imbécil, y el tipo sin duda tuvo un bonzo de cerebro al nacer. Los nudillos se le ponen blancos de tanto apretar el volante.
Tranqui, Mariana. Tranqui. Tenés que salir de esta.
Pero no es tan fácil, y el reloj del auto sigue corriendo.
Dios, Dios, por favor, prometo ser mansa de ahora en más, pero dame una mano. Una sola. Una chiquita. Tengo que parar ese casamiento.
Pero Dios no se hace cargo, y aunque el patovica apoyó la pistola en su regazo, sería una estupidez intentar cualquier cosa.
Han llegado a la Avenida Lugones, y es poco el tránsito que va hacia el norte. La masa entra a Buenos Aires, y ella, al percatarse, se resigna. Aunque diera vuelta ya mismo, sería imposible llegar al registro civil a tiempo.
-Si te quisiera mansa, te hubiera hecho oveja.
La voz resuena fuerte en su cabeza, y ella tiene la certeza de que ninguno de los matones ha sido quien habló. Toda la vida le han dicho loca, pero nunca, como hasta ahora, ella tuvo la certeza de estarlo. Escuchar voces es gravísimo.
Y de golpe, todo tiene sentido. El mundo, en un giro perfecto y perverso, o no, le regla la ironía más fina del mundo. Fina como el filo de una espada, y mil veces más peligrosa.
El BMW la ha superado por la mano izquierda, a velocidad media, la suficiente para que ella viera las caras de sus ocupantes. Y no son otros que sus amigos de la situación anterior, los que la secuestraron hace unos meses, y que ella llevó al departamento de Nicolás, el cual desvalijaron.
Sacude la cabeza con incredulidad, y no es consciente, o tal vez sí, de que su mano derecha pone tercera, y el auto sale disparado hacia la puerta del BMW.
-¡Qué hacés, pelotuda!
El patovica tira el arma al suelo, y se cubre la cara como si estuviera protegiendo un hijo recién nacido. Es sabio en su cobardía, porque el impacto lo estrella contra el parabrisas.
En unos segundos, todo ha terminado, y el silencio es total. Pero solo es un segundo.
El patovica la toma del cuello, y con la otra mano, le pega una trompada en el pómulo, sacudiéndole hasta el talón. Ella alcanza a ver cómo la mano se alza nuevamente, pero es la ventana del acompañante la que estalla esta vez, y puede ver la culata de una pistola, de otra pistola, golpeando repetidas veces la cabeza del amante de la puta.
La pelea es rápida y desigual. Los ladrones de autos son sádicos y eficaces, y en menos de quince segundos los tres matones son pulpas de sangre en el asfalto.
-Vos. Vos de nuevo-dice uno de los ladrones.
El ojo de Mariana ha empezado a latir al ritmo del regetón que aún suena en el BMW, ritmo menor, mucho menor al de su corazón.
-A estos no los conocemos-dice señalando a los matones, mientras otro ladrón les apunta con una escopeta recortada-.
-No, esto es otra cosa- dice Mariana, mientras empieza a temblar de forma descontrolada.
-Pará, pará. Tranquila. Ya está.
Pero no, ella sabe que nada está. Que todo ha terminado. En muchos sentidos. En todos.
-Contame-dice el ladrón.
Y ella le cuenta, una historia larguísima, que ella, a fuerza de haberla pensado un millón de veces, es capaz de resumir en veinte segundos. Una historia triste.
-Andá, agarrá tu auto y andá. Apurate. Por ahí llegás.
Mariana asiente, y como un robot se dirige a su auto, pero cada paso es una sacudida interminable de temblores.
-Capo, esta no puede manejar.
El Capo recibe la obviedad con pesar, y medita. Y es otra historia la que viene a su cabeza, una que no vale la pena contar, no ahora, al menos, pero que involucra una mujer y otro hombre. Y algunos corazones. Rotos.
-Meteoro, vos llevála en el BM.
Meteoro no tiene más de dieciséis años, y sonríe.
-¿Quemando gomas?
-Quemando gomas-dice el Capo.
No hay despedida, sino un simple gesto de cariño, mientras el Capo ata el cinturón de Mariana.
-No la mates. Y que no te agarre la cana.
Son demasiadas cosas las que ocurren, y las que ocurrirán, y que Mariana nunca sabrá. Por ejemplo, que el BMW será el último auto que Meteoro robe, y que seis meses después, partirá a Europa a competir en Fórmula 3. Que seis años después, Meteoro será el primer corredor argentino de F1 en más de 20 años. Y que Meteoro, siempre que esté en problemas, en una situación difícil, en el medio de una carrera, recordará ese trayecto de Lugones al registro civil de Uruguay, en hora pico.
Mariana tampoco sabrán que en Alemania, un año después, ingenieros de la fábrica de BMW analizarán compendio de videos de seguridad, en el que un automóvil diseñado y fabricado por ellos, realizó maniobras que desafiaban todas las leyes vigentes, incluida la de la gravedad.
Mariana tampoco sabrá qué pasó con el Capo, o tal vez sí, hay historias que tienden a cruzarse en la vida, y quien sabe si la última palabra había sido dicha.
Lo único que Mariana sabrá, es que en menos tiempo del físicamente posible, grandes distancias habían sido reducidas a pasos, y que en segundos, ella caminaba, aún temblando, por los pasillos del registro civil.
La gente venía en sentido contrario a ella, y el zumbido de sus propios oídos le impedía escuchar lo que decían, pero creía ver caras de asombro.
Sabía que su caminata era inútil. El reloj de pared marcaba las once treinta, y el casamiento ya habría terminado. Aún podría decirle a Nicolás que había cometido un error, un error tan grande como el de ella misma, meses antes, pero no serviría de nada. Y hasta dudaba de sí hacerlo o no. En ese segundo, la vida había perdido gran parte de su sentido.
-Un pelotudo. Un pendejo pelotudo. Se merece la golpiza.
Por alguna razón las palabras perforaron el zumbido, empezaron a rebotar en su cerebro. Se dio vuelta, y vio un hombre mayor, cuya mano estaba cubierta de sangre. Le pareció raro.
Llegó hasta la sala en la que la ceremonia se había llevado a cabo, y entró. Estaba vacía. Casi totalmente.
Sentado en una silla, con la nariz, la boca y la camisa cubierta de sangre, Nicolás la miraba, sonriendo.
-Pensé que podía. Pensé que podía, y no pude. Te extraño-dijo Nicolás.
Mariana empezó a reírse, y el dolor le recordó que ella misma había recibido una tunda parecida a la de Nicolás.
-Me alegro que no hayas podido, Nico-dijo Mariana, mientras lo besaba.
Y hubo perdices que lamentaron ese final.