El ruido fue el de un piano al estrellarse contra el suelo, luego de una caída de cinco pisos.
-Naciste de nuevo, piba-me dijo el de la empresa de mudanzas, aliviado, y supe que era él quien había dejado escapar el instrumento musical.
Todos me miraban con sorpresa, y ninguno dijo nada más, mientas yo me alejaba sorteando las teclas que regaban la esquina de Montevideo y Guido.
Cruzaba Juncal, todavía pensando en el piano, cuando sentí la suave presión del caño contra mis riñones. No entiendo mucho de armas, pero tuve un “amigo” al que sí le gustaban, y algo me enseñó. Creí adivinar que se trataba de un calibre mediano, tal vez un 38.
-Cartera y celular, ya.
Me frené en seco, en el medio de la calle, sobresaltada por el colectivo que a unos veinte metros aceleraba, apuntándome al medio de las piernas. Pude sentir que mi asaltante también se ponía rígido, y los dos nos preparamos para el impacto.
Sin embargo, y como por arte de magia, sumado al pésimo mantenimiento de las calles, el cráter se tragó al colectivo íntegro, haciéndolo desaparecer casi por completo. No había sido un terremoto, ni siquiera un temblor. Solo un hueco que en aquel particular momento del día, y de mi vida, había decidido almorzar un vehículo de la línea 59.
Mi asaltante –seguía aún conmigo- no reaccionó tan fríamente como yo, y se lanzó a correr hacia la plaza Vicente López, tal vez contento de que el intendente de turno no fuera tan eficiente.
El resto del día transcurrió con la misma parsimonia. El rottweiler que fue detenido por su dueño a centímetros de mi cuello, en la misma plaza que el asaltante había cruzado corriendo, la fuga de gas que detonó la oficina de Telefónica que yo acababa de abandonar, y hasta el pedazo de milanesa que aquel generoso comensal sacó de mi tráquea, mediante la consabida maniobra de Heimlich.
Me sentía invencible, inmortal, y fue por eso que, contra todo lo que había aprendido en mis cuatro años de acompañante, metí un tipo desconocido en mi casa. En mi defensa, el tipo había logrado poner en mi mano quinientos dólares, casi sin que yo me diera cuenta.
Pero fue un error, y los errores se pagan. El tipo (Campeón, me pidió que lo llamara, el muy tarado), está apretando fuerte mi cuello, mientras sonríe de una forma que asustaría al diablo.
Siento que el aire se me escapa, y mientras se nubla mi visión, empiezo a recordar cada uno de los sucesos del día. Y los cuento. Seis.
La ironía, la dulce ironía, el séptimo será el último.
Se me acaban los adjetivos para los cuentos de @NippurDL. Inmejorable.
ResponderEliminarlo mejor de todo es que esta enlazando todos sus posts.
ResponderEliminary nada queda forzado.
un grosso
Brillante, como SIEMPRE.
ResponderEliminarQue una de las siete suertes sea mala es el karma en la especie. Me encantó el cuento.
ResponderEliminarLa tentación de probar una vez mas. Muy bueno!
ResponderEliminarTodo lo que estás publicando últimamente y como dice r.- el corre ambulancias " enlazando todos sus post" es alucinante.
ResponderEliminarTe felicito una vez más queridísimo Marcos
Este cuento debería ser un corto... asi nomás.
ResponderEliminar@ChapaSoler
En este caso, comparto lo que dice r_corre. Es genial cómo vas relacionando los posts y quedan natural.
ResponderEliminarVivir al límite y como si cada acción que realizáramos fuese la última ...
Creo que todo se paga en mayor o menor medida.
Mágico, Marcos!
Leí "Campeon", lo vincule con tu novela y me emocioné de más.
ResponderEliminarIgual, no es sólo eso. El cuento me pareció excelente. Muy creativo, como todo lo de acá.
Lo cotidiano se vuelve extraordinario narrado a través de tus cuentos. Gracias Marcos!!!
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