Mi amigo Ramiro es un tipo de pocas palabras, parco y con un sentido del humor especial. También es la persona con la que elegirías ir a la guerra, o quedarte en una isla. Después de agarrarte a piñas una vez por día, la convivencia es fantástica.
También es asador. De los grandes.
Estábamos en su casa, al lado de la parrilla, viendo como el cordero cumplía su destino trascendental de tostarse para hacernos felices, cuando de repente, Ramiro levantó la cabeza sobresaltado, y miró hacia la pileta.
No había habido un ruido, una indicación, nada, solo una voz que vino de algún lado, y le avisó.
Sin un segundo de duda corrió hacia la reja, y con un salto que dudo pueda volver a hacer, se zambulló en la pileta. Cuando llegué, lo vi bucear hasta el cuerpo que, inmóvil, se mantenía en el fondo.
Salió con su hija de dos años en brazos, y nadie, y yo menos que nadie, tuvo la menor duda de que Anita estaba muerta. Tan simple y cruel como eso.
Tomó aire como si fuera a soplar un huracán, y lo lanzó en la boca de Anita, sin ningún tipo de resultado. Repitió la operación unas diez veces, hasta que se detuvo. Yo, parado a dos metros de él, no podía creer que se hubiera dado por vencido tan rápido, y menos pude creer lo que sucedió a continuación.
Ramiro cerró los ojos, y vi su cara transformarse en la imagen de la concentración más fuerte que he visto, y quizá vuelva a ver en lo que me quede de vida. Estaba completamente quieto, con su hija muerta en los brazos, y aunque parezca increíble, en paz.
A la escena se le habían sumado ya varios amigos, y la mujer de Ramiro también, la madre de Anita. En un momento que requería acción, estábamos todos quietos, mirando la película como si estuviéramos en un cine.
Después de algunos segundos o quizá minutos, Ramiro abrió los ojos, y empezó a actuar. Tapó la nariz de Anita con su mano izquierda, y con la derecha inclinó su cabeza hacia atrás, produciendo un extraño ángulo. Y empezó a soplar nuevamente.
El pecho de Anita se inflaba (esto no ocurrió en los primero intentos), y después de cuatro o cinco veces, comenzó a sacudirse.
El primer movimiento de Anita desató a la bestia. Como si estuviera lidiando con una manzana, y no con un cuerpo, saltó nuevamente la reja, y corrió hacia el auto. En el camino había agarrado a su mujer de la mano, y en un solo movimiento, la ubicó en el asiento de atrás, junto con Anita.
La distancia entre la casa y el hospital era de quince kilómetros, cuadra más, cuadra menos, y nunca en la vida he visto a nadie manejar así. El, sin ir más lejos, no es un gran conductor en condiciones normales.
Contramano, veredas, semáforos ignorados y ciclistas tirándose al suelo. Todo eso y más. Hasta el hospital.
La historia fue bondadosa, y una semana después, mientras mirábamos a Anita jugar en el pasto, Ramiro soldaba la puerta de la reja, para que fuera necesario saltarla para ingresar. Nadie más la dejaría abierta por error.
Esa noche, con las mujeres hirviendo el agua para los ravioles, y los chicos mirando la tele, le pregunté.
-Ramiro, en ese segundo, cuando paraste de soplar, ¿qué pasó?
-No lo quise contar porque nadie me creería-me dijo con calma-, pero yo había visto por tele cómo era el proceso de resucitación. Lo había visto, y lo tenía en la punta de la lengua. Sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, pero no sabía cómo hacerlo bien. Y sobre todo, sabía que solo no podía.
-No entiendo. ¿Y qué hiciste?
-Recé.