miércoles, 20 de abril de 2011

O Reventar

Mi amigo Ramiro es un tipo de pocas palabras, parco y con un sentido del humor especial. También es la persona con la que elegirías ir a la guerra, o quedarte en una isla. Después de agarrarte a piñas una vez por día, la convivencia es fantástica.

También es asador. De los grandes.

Estábamos en su casa, al lado de la parrilla, viendo como el cordero cumplía su destino trascendental de tostarse para hacernos felices, cuando de repente, Ramiro levantó la cabeza sobresaltado, y miró hacia la pileta.

No había habido un ruido, una indicación, nada, solo una voz que vino de algún lado, y le avisó.

Sin un segundo de duda corrió hacia la reja, y con un salto que dudo pueda volver a hacer, se zambulló en la pileta. Cuando llegué, lo vi bucear hasta el cuerpo que, inmóvil, se mantenía en el fondo.

Salió con su hija de dos años en brazos, y nadie, y yo menos que nadie, tuvo la menor duda de que Anita estaba muerta. Tan simple y cruel como eso.

Tomó aire como si fuera a soplar un huracán, y lo lanzó en la boca de Anita, sin ningún tipo de resultado. Repitió la operación unas diez veces, hasta que se detuvo. Yo, parado a dos metros de él, no podía creer que se hubiera dado por vencido tan rápido, y menos pude creer lo que sucedió a continuación.

Ramiro cerró los ojos, y vi su cara transformarse en la imagen de la concentración más fuerte que he visto, y quizá vuelva a ver en lo que me quede de vida. Estaba completamente quieto, con su hija muerta en los brazos, y aunque parezca increíble, en paz.

A la escena se le habían sumado ya varios amigos, y la mujer de Ramiro también, la madre de Anita. En un momento que requería acción, estábamos todos quietos, mirando la película como si estuviéramos en un cine.

Después de algunos segundos o quizá minutos, Ramiro abrió los ojos, y empezó a actuar. Tapó la nariz de Anita con su mano izquierda, y con la derecha inclinó su cabeza hacia atrás, produciendo un extraño ángulo. Y empezó a soplar nuevamente.

El pecho de Anita se inflaba (esto no ocurrió en los primero intentos), y después de cuatro o cinco veces, comenzó a sacudirse.

El primer movimiento de Anita desató a la bestia. Como si estuviera lidiando con una manzana, y no con un cuerpo, saltó nuevamente la reja, y corrió hacia el auto. En el camino había agarrado a su mujer de la mano, y en un solo movimiento, la ubicó en el asiento de atrás, junto con Anita.

La distancia entre la casa y el hospital era de quince kilómetros, cuadra más, cuadra menos, y nunca en la vida he visto a nadie manejar así. El, sin ir más lejos, no es un gran conductor en condiciones normales.

Contramano, veredas, semáforos ignorados y ciclistas tirándose al suelo. Todo eso y más. Hasta el hospital.

La historia fue bondadosa, y una semana después, mientras mirábamos a Anita jugar en el pasto, Ramiro soldaba la puerta de la reja, para que fuera necesario saltarla para ingresar. Nadie más la dejaría abierta por error.

Esa noche, con las mujeres hirviendo el agua para los ravioles, y los chicos mirando la tele, le pregunté.

-Ramiro, en ese segundo, cuando paraste de soplar, ¿qué pasó?

-No lo quise contar porque nadie me creería-me dijo con calma-, pero yo había visto por tele cómo era el proceso de resucitación. Lo había visto, y lo tenía en la punta de la lengua. Sabía que lo que estaba haciendo estaba mal, pero no sabía cómo hacerlo bien. Y sobre todo, sabía que solo no podía.

-No entiendo. ¿Y qué hiciste?

-Recé.

viernes, 15 de abril de 2011

Terapia



El cuento que sigue obtuvo una mención en el concurso de cuentos eróticos que LAS PORNOGRAFAS hicieron a través de su blog. Pueden leerlo a continuación, o ir directamente a su blog, mediante este LINK. Recomiendo el link, vale la pena conocerlas, aunque aviso que algunas fotos o contenido podría no ser apto para gente excesivamente pacata.

Más que una terapeuta, parecía una modelo, pero no importaba. Hacía tres meses que Mónica me había dejado por su jefa, llevándose consigo solamente dos valijas, una de las cuales tenía mi hombría adentro. Toda. Porque desde que había partido, yo no había podido estar con una mujer.

La cosa había arrancado una noche en que pasé a buscar a Mónica por su trabajo. Era tarde y la jefa destapó unas botellas de vino blanco que por alguna razón había en la heladera. En un momento en que Mónica había ido al baño, los labios de la jefa dejaron de moverse para hablar, y se pusieron a besar los míos.

-¿Y usted la encontraba atractiva?

Treinta años, con al menos veinte de gimnasio. Cola dura como la madera y redonda como cada una de sus tetas. ¿Atractiva? Lo único que distraía de ese físico impresionante eran sus labios, gruesos como los de una negra, y los ojos verdes de gato montés. Atractiva era poco.

Su mano derecha bajó con decisión hacia mi entrepierna, y en el preciso momento en que me tocó, abrí los ojos, y vi a Mónica apoyada contra la puerta del baño. Mirándonos. Su lengua recorría los labios con lentitud, y el fuego de sus ojos transmitía cualquier cosa menos rabia. La jefa extendió la mano con que acariciaba mi pecho hacia Mónica, que fue hacia ella como hipnotizada. Con una serie de comandos mentales le ordenó desvestirse. Una vez que las dos estuvieron completamente desnudas, volvieron a dedicarse a mí. El alcohol nublaba mi cabeza, pero no mi entendimiento, y terminé haciendo el amor con las dos, un número de veces que no creí que fuera capaz en el mejor de mis sueños.

Lo que pensé había sido la mejor noche de mi vida, también fue el principio de lo peor, y un mes después Mónica me abandonaba. Y yo no había sido capaz de satisfacer a una mujer desde entonces. Terminé mi narración excitado, como siempre que pensaba en aquella noche, y aguardé alguna reacción de la terapeuta, a la cual no podía ver por estar ella sentada a mis espaldas. Después varios segundos de completo silencio, me di vuelta, y vi lo inesperado.

Masajeaba su pubis con firmeza. La lengua le recorría los labios, y me recordó a Mónica cuando nos veía a la jefa y a mí. Abrió los ojos, dedicándome la sonrisa más sucia y angelical que recuerdo haber visto jamás. Sin dejar de tocarse, se acercó hacia mí, y con una sola mano sacó mi miembro del pantalón, y empezó a besarlo. Me puse aún más duro, pero en el segundo en que tomé la decisión de avanzar, sentí que mi hombría me abandonaba. Las imágenes de Mónica yéndose, y mis noches de soledad, me pegaron, me pegaron casi tan fuerte como el cachetazo de la terapeuta.

-Hijo de puta, me dejás así y te mato, me oíste, te mato.

Y no sé si fue la violencia del golpe, el filo de sus palabras, o el último pedazo de orgullo que me quedaba, pero de un manotazo le saqué la minifalda negra, que salió junto con todo lo que había debajo, y la penetré. Dominaba la presión de sus partes internas como si fueran músculos independientes, y recuerdo haber pensado si no serían dedos lo que tenía en su vagina. Terminé cuando ella quiso que terminara, ni un segundo antes, y arranqué de nuevo algunos minutos después, cigarrillo mediante. Sus palabras de despedida aún me hacen sonreír, cada vez que termino de tener sexo con cualquier mujer.

-Listo. Estás curado. Pagale a mi secretaria.

martes, 12 de abril de 2011

Siete

El ruido fue el de un piano al estrellarse contra el suelo, luego de una caída de cinco pisos.

-Naciste de nuevo, piba-me dijo el de la empresa de mudanzas, aliviado, y supe que era él quien había dejado escapar el instrumento musical.

Todos me miraban con sorpresa, y ninguno dijo nada más, mientas yo me alejaba sorteando las teclas que regaban la esquina de Montevideo y Guido.

Cruzaba Juncal, todavía pensando en el piano, cuando sentí la suave presión del caño contra mis riñones. No entiendo mucho de armas, pero tuve un “amigo” al que sí le gustaban, y algo me enseñó. Creí adivinar que se trataba de un calibre mediano, tal vez un 38.

-Cartera y celular, ya.

Me frené en seco, en el medio de la calle, sobresaltada por el colectivo que a unos veinte metros aceleraba, apuntándome al medio de las piernas. Pude sentir que mi asaltante también se ponía rígido, y los dos nos preparamos para el impacto.

Sin embargo, y como por arte de magia, sumado al pésimo mantenimiento de las calles, el cráter se tragó al colectivo íntegro, haciéndolo desaparecer casi por completo. No había sido un terremoto, ni siquiera un temblor. Solo un hueco que en aquel particular momento del día, y de mi vida, había decidido almorzar un vehículo de la línea 59.

Mi asaltante –seguía aún conmigo- no reaccionó tan fríamente como yo, y se lanzó a correr hacia la plaza Vicente López, tal vez contento de que el intendente de turno no fuera tan eficiente.

El resto del día transcurrió con la misma parsimonia. El rottweiler que fue detenido por su dueño a centímetros de mi cuello, en la misma plaza que el asaltante había cruzado corriendo, la fuga de gas que detonó la oficina de Telefónica que yo acababa de abandonar, y hasta el pedazo de milanesa que aquel generoso comensal sacó de mi tráquea, mediante la consabida maniobra de Heimlich.

Me sentía invencible, inmortal, y fue por eso que, contra todo lo que había aprendido en mis cuatro años de acompañante, metí un tipo desconocido en mi casa. En mi defensa, el tipo había logrado poner en mi mano quinientos dólares, casi sin que yo me diera cuenta.

Pero fue un error, y los errores se pagan. El tipo (Campeón, me pidió que lo llamara, el muy tarado), está apretando fuerte mi cuello, mientras sonríe de una forma que asustaría al diablo.

Siento que el aire se me escapa, y mientras se nubla mi visión, empiezo a recordar cada uno de los sucesos del día. Y los cuento. Seis.

La ironía, la dulce ironía, el séptimo será el último.

martes, 5 de abril de 2011

La Cola

Continuación de Querida Mariana y Querido Nicolás.

Elija la cola que elija, siempre será la que más tarde.

Me puse atrás de un carrito que tenía provisiones como para alimentar a los mineros durante seis meses, y me resigné.

De haber estado algo más lúcido, me hubiera percatado de que tanta comida, tiene siempre una razón. En ese caso eran cuatro. Cuatro inmundos rubiecitos que parecían haber sido educados por Satán, en un día especialmente malo.

Comían como si estuvieran en la cancha, y gritaban como si a cada minuto hubiera un gol. La madre que los había parido, estaba en un estado narcoléptico, y nadie que tuviera un corazón, aunque sea artificial, hubiera podido decirle nada.

Soporté los gritos y hasta los golpes (si, de vez en cuando ligaba alguna patada), sin decir una palabra, y viendo avanzar otros carritos como si tuvieran el PASE de la autopista.

Para sumar insulto a la agresión, en el único momento en que la madre hizo contacto con el mundo, fue para ver lo que yo llevaba en mi carrito. Fernet, whisky, papas fritas, cerveza y varios tipos de fiambres. El gesto de reprobación me dio ganas de abofetearla, pero la ignoré. Yo vivía mi propio infierno, gracias a ella.

La voz me llegó desde la derecha, atrás, y me irritó un poco más, si eso era aún posible.

-No, flaco. Las cosas no son así. No me llamás y yo salto, ¿entendés? Es más, no me llamés y punto. No me interesa hablar con vos, y menos que menos tomar un café, una coca, una cerveza o comer sushi o ravioles. NO ME MOLESTES MAS.

No tuve que darme vuelta para sentir que el mensaje que la mujer le estaba dando a su interlocutor era en realidad positivo. ¿Quién iba a querer meterse con una loca como esa?

Me di vuelta despacio, para tratar de identificar la fuente de la discordia, y LA PUTA MADRE. Estaba agachada acomodándose el jean en la bota. El pantalón había sido tatuado arriba de la cola más perfecta que pude haber visto jamás. Después de grabar a fuego esa imagen en mi memoria, seguí subiendo, y me encontré con un pelo lacio del color del viento en la playa, que le llegaba a la mitad de la espalda, y empecé con el mantra mental de “mirame, mirame, mirame”.

Tienen un sexto sentido, y por supuesto se dio vuelta con un giro sobre sí misma que me hizo acordar a una bailarina de ballet, aunque nunca en mi vida vi una. Ni tampoco ballet.

Los ojos tenían la furia del Increíble Hulk, pero las pestañas largas como tentáculos del Kraken, suavizaban el efecto, y lo atenuaron, hasta convertirme en un tarado. La boca estaba acostumbrada a reírse, y creo que para no hacerlo tuvo que morderse el labio inferior, en una expresión que convertía a cualquier publicidad erótica en una revista Billiken.

Pero sus ojos, esos ojos verdes que no me dejaban respirar hacía casi un minuto, seguían clavados en los míos. Y no se movían.

Dios ahorca pero no aprieta, y uno de los pequeños bastardos que Herodes había dejado escapar, decidió darme una mano. Un pie, en realidad. Sentí la patada centímetros abajo de mi rodilla, y fue como la inyección que Travolta le aplicó a Uma Thurman en Pulp Fiction. En el medio del corazón, trayéndome de vuelta a este mundo.

-Pendejo del orto, ¿vos estás loco?

La reacción parecía exagerada, pero creo que ni Goicoextea le pegó tan fuerte a Maradona, aquella vez que lo quebró.

-Es un chico-me dijo la madre de Chuky, mientras lo abrazaba como si yo le hubiera pegado tres tiros.

Mis prioridades habían vuelto a ponerse en orden, y mi desesperación crecía segundo a segundo, mientras mi visión periférica seguía sacando radiografías de la rubia. Tenía que hablarle, pero no había forma de remontar la situación.

-Como se nota que usted no tiene hijos.

No soy “multitasking”, ni menos Estados Unidos, para mantener una guerra en varios frentes. Y estaba perdiendo en los dos.

-Disculpe, señora, pero el chico me pegó fuerte.

-Usted es un borracho-me dijo la estúpida, mirando de vuelta mi carrito con desprecio, hasta que encontró la caja de preservativos –Y un pervertido-agregó, como si hubiera entrado al sex shop más importante de Sodoma y Gomorra juntas.

La cola de la rubia había avanzado hasta estar adelante mío (y la fila también), y juraría que pude ver una sonrisa en su cara, que de perfil daba para publicidad de cualquier paraíso del Pacífico.

-Puto-me escupió otro de los inmundos pitufos, pero literalmente, aplicando una capa de Mantecol por sobre el moretón que empezaba a crecer debajo de mi pantalón, allí donde el otro sádico me había golpeado.

La madre y sus vástagos eran moscas en mi carrera hacia la rubia, pero moscas viciosas, que no soltaban a su presa.

Mi fila avanzó, y por fin la mujer empezó a poner las cosas en la caja. A esa altura ya sabía que jamás llegaría a tiempo, y emprendí el plan B. Plan B es el lema de mi vida, pues nada nunca me ha funcionado de entrada.

-Ahora vuelvo-le dije al que estaba atrás de mi carrito, y fingí salir a buscar algo que me había olvidado.

La rubia había terminado de pagar, e íbamos por mundos paralelos, con la fila de cajas en el medio. Pero ella iba más rápido, y yo rengueaba más que House sin Vicodin.

Como sucede siempre que uno se fija objetivos elevados, son las pequeñas protuberancias del terreno las más difíciles. Esta vez fue el palo de un estropajo, que me tacleó de una forma tal que ni Contepomi podría haberlo hecho, aún con siglos de entrenamiento.

Caí sobre un charco de yogurt (que era precisamente lo que el empleado estaba secando con el estropajo), y sentí un pequeño pinchazo en la mejilla izquierda, allí dónde el vidrio de la botella rota se me había clavado.

Me paré como si tuviera resortes en las piernas, solo para resbalarme de vuelta, y terminar de mojar la parte de mi ropa que estaba seca.

Podría jurar que la rubia miró hacia mi lugar un segundo antes de dejar el supermercado, y más aún, que sonrío de vuelta.

Después de las disculpas del caso (todas las tuve que dar yo), logré salir del supermercado. Mojado, humillado, y sin haber comprado nada. Esa noche tendría hambre. Y sed.

El sol me pegó en la cara sin misericordia, y todos los ángeles del universo se pusieron de mi lado. En la puerta, apoyada en su carrito como si acabara de recibir un Oscar, estaba ELLA, mirándome con la sonrisa más hermosa que cualquier pintor renacentista podrá pintar jamás.

-Cualquiera que hace todo eso por mí, me interesa. ¿Cómo te llamás?

-Nicolás-le contesté.

-Yo soy Mariana-dijo ella, y mi vida cambió para siempre.

Sigue en: Blancanieves

Ganador Premio Oblogo-Banco Hipotecario 2010