viernes, 25 de febrero de 2011

Viernes, 3 P.M.

-Listo, cerramos la semana – me decía con cara de haber conquistado el mundo, mientras yo pensaba cuanto más de Pinky que de Cerebro tenía el tipo, mi jefe.

Eso pasaba invariablemente todos los viernes, más o menos alrededor de las tres de la tarde, cuando él, lloviera o no, agarraba sus palos de golf y partía hacia la conquista de la meretriz de turno. Nunca entendí para quien era el juego de simulación, si ya todos sabíamos de sus correrías por los burdeles porteños.

Por supuesto que el “cerramos la semana”, tenía un error de sintaxis gravísimo, dado que yo nunca cerraba nada antes de las once de la noche. Tampoco los viernes.

Mientras acomodaba los palos en la bolsa, me recitaba casi cantando la cantidad de cosas que yo tenía que hacer antes de poder irme a casa. Y yo anotaba con el ánimo destrozado, sabiendo que no habría forma de poder hacer todo.

Los viernes se multiplicaron, y antes de darme cuenta, ya pasaban los doscientos. O sea, por más de cinco años yo había actuado en la infame comedia sexo-deportiva, y todas las veces con el mismo triste papel de escribiente, que es exactamente lo contrario al de escritor, que ya en aquel entonces tenía en la cabeza.

Nadie hace nada que no quiera, y si yo soportaba los viernes, era solo porque eran el alegre preludio de los sábados, día en que me aventuraba a llegar a la oficina después de las diez de la mañana, y en los días de verano, aún brillaba el reflejo del sol en algún edificio, cuando podía salir.

Los sábados tenían también esa carencia tan añorada, la de su presencia. El tipo no iba a la oficina, aunque llamaba un promedio de tres o cuatro veces, para “debatir” las cosas que yo podría ir adelantando, y “lamentar” que “ese sábado en particular” yo hubiera tenido que invertir “un par de horas” en el trabajo.

Los domingos podía trabajar desde casa.

Los vientos de la vida se dignaron a soplar, y me alejaron de aquel bendito lugar, hacia otros mejores. Cuando uno estuvo en el infierno, la frase “malo por conocer” pierde todo tipo de sentido.

Diversos tipos de cineastas han tratado de retratar años como los que yo pasé: Tarantino cuando Pai Mei entrenó a la Black Mamba; Rocky IV en las estepas rusas, y otros parecidos, terminando en el amable Sr. Miyagui con su “wax on, wax off”. Aún así pienso que todos fracasaron en mostrar el grado de presión psicológica que se puede imponer en una persona.

Pero pasó. Todo pasa.

Y como cada viernes, cuando “cierro la semana” a la hora que se me canta a mi, pienso en el sadismo del tipo y rajo una puteada al eco con su nombre.

Pero riéndome.

domingo, 13 de febrero de 2011

"Querido" Nicolás,



Continuación de Querida Mariana.

-Llevate mi auto – me dijo Inés, antes de caer desmayada por el vodka.

Yo no estaba muy convencida, pero estábamos en Tigre y al día siguiente me tenía que levantar temprano.

El Audi tenía un olor a nuevo que mareaba, y Arjona sonaba con tanta nitidez, que pensé que era al lado mío donde lo estaban matando. Tuve que apagar la radio de un manotazo. Fue Nicolás, el que me enseñó a odiarlo. Quizás la única cosa buena que hizo.

Nicolás fue mi novio, hasta la noche en que lo encontré en bolas con mi hermana. No estoy orgullosa de lo que pasó después, pero creo haberlo superado. Por lo menos, ya no siento tanta rabia, y la violencia que me genera la frase “no pasó nada”, es cada vez menos física.

Flotaba por Lugones sintiéndome Luke Skywalker en el autito ese que vuela, en La Guerra de las Galaxias, cuando un imbécil, de la nada, me tiró una camioneta encima, obligándome a detenerme.

-¡Pelotudo! –le dije, mientras agradecía no haber chocado, lo que hubiera significado seis de mis sueldos en un chapista.

No le debe haber caído bien, porque se bajó con una pistola en la mano. Sus dos amiguitos también estaban armados. Antes de que me hubiera dado cuenta, ya éramos cuatro en el auto.

-¿Cómo te llamás? –me preguntó el que había cantado “copiloto”.

-Mariana, ¿y vos? –no quise hacerme la estúpida, pero me sale naturalmente cuando estoy nerviosa. Y estaba nerviosa.

Por alguna razón no le cayó mal mi respuesta (aunque no me contestó), y empezamos así una rutina que parecían tener más ensayada que disculpa de hombre infiel. Me sentí la actriz invitada en una compañía de actores que llevaban años juntos.

Después de dos cajeros, lo único que me quedaba era la duda de cómo hacer para pagar la Visa, que como un tren se vendría en unos días.

Se sorprendieron de que no tuviera más, pero cuando les expliqué que la hija de papá era la borracha de mi amiga Inés, y no yo, me entendieron. No que les variara lo más mínimo su desesperación por sacarme todo lo que tenía.

-Llevanos a tu casa.

Dudé por primera vez en la noche, y para quien no sepa de qué estoy hablando, es algo así como tratar de elegir entre un tiro en la cabeza, en plena calle, y una violación grupal en tu departamento. Más que cómo, es exactamente eso.

-Tranquila, nena. Somos profesionales.

Lo dijo de una forma tan convincente, y con la pistola tan cerca de mi cabeza, que no me quedó otra que creerle.

Me temblaban tanto las manos, que fue una suerte que fueran caballeros, y decidieran abrir la puerta del departamento ellos mismos.

En segundos cargaron la notebook, máquina de fotos digital, el LCD (era nuevísimo), y hasta los dos mil dólares que con tanto esfuerzo sabía habían sido ahorrados. Y una botella de cerveza que había en la heladera.

-Nena, ahora nos vamos a ir –me dijo el que hablaba siempre, y pensé que la sensación de alivio iba a hacer que me meara encima – Vos te quedás acá media hora. Y después, nuestras caras no las viste nunca. ¿Estamos?

Usé cinco de esos treinta minutos para escribir esta carta, que prolijamente acomodé en la repisa de entrada, antes de dejar el departamento de Nicolás.

"Querido" Nicolás,

Seguís siendo un hijo de puta, y a esta hora debés estar revolcándote con alguna de tus perras por ahí. Lo único que lamento es que no estuvieras acá, para que te fajaran un poco.

Saludos,

Mariana.

Me di cuenta de que en una cosa sí me había equivocado. Todavía tenía rabia. Mucha.

Ver La Cola

jueves, 10 de febrero de 2011

La Muerte

La Muerte apareció en forma de olvido, sin anunciarse ni decir adiós. Un día, simplemente, Laura desapareció de su cabeza.

La mañana fue distinta, y en lugar de arrastrarse por el peso de la bolsa de recuerdos, caminó erguido como un hombre. Silbaba.

Los días cambiaron a meses, y las noches a risas. Conoció a otra mujer, y fue feliz.

Pero la Muerte cobra sus deudas, y solo porque él le caía bien, decidió llevarse a alguien lejano, alguien pronto a partir, y que él no extrañaría mucho.

Y él, que estaba en un momento de plenitud, fue consciente del final a que todos estamos sujetos, y maldijo a la Muerte. No gritó al cielo ni tampoco tuvo la necesidad de hablar. Fue un único pensamiento. Unico y devastador.

Al día siguiente, contra toda probabilidad en una ciudad de millones de habitantes, él se cruzó con Laura.

Y recordó.