Llegó el día, después de seis años, en que lo único que se interponía entre mi título de abogado y yo era un último examen (o eso pensaba yo, en ese entonces). No estaba mal preparado, y después de unos veinte minutos de preguntas cuyas respuestas no le interesaban a nadie, partí con un glorioso seis en la libreta.
A partir de ese segundo se desencadenó una sucesión de hechos que solo hoy, varios años después, con la protección que la prescripción le otorga a todo ser humano que comete un error, me animo a contar.
Dejé la clase con una sonrisa ganadora. Los años se encargarían de hacerme notar que todo logro se relativiza con el tiempo, pero para eso faltaba. En aquel segundo, era el amo del universo, pronto a convertirme en Gilman.
Mis amigos esperaban en la puerta, munidos de harina, huevos, mayonesa, etc, para hacer la consabida porquería diplomada, y a eso se dedicaron con saña. Y más saña. Cuando pensé que se habían cansado, vinieron a por más, y tuve que decir basta. Obviamente no les importó.
Con los reflejos de un gato, y dispuesto a ponerle fin a todo, agarré un huevo que iba destinado a mi ojo. Fue un movimiento preciso y certero. Detecté al más vicioso de mis amigos y cuando este empezó a correr, lo seguí (Te Sigo) por los pasillos de la facultad a toda velocidad, procurando encontrar un ángulo de tiro.
Estaba cebado por la atrapada del huevo, y con toda la adrenalina del título en mis manos. Sin detenerme, y entornando los ojos para hacer puntería, lo arrojé.
Toda posibilidad del huevo de convertirse en pollito se estrelló contra la espalda de la persona equivocada, por supuesto. Mis habilidades físicas habían llegado a su punto extremo con la atrapada del huevo, y forzarlas pretendiendo un impacto perfecto en plena carrera había sido cuando menos algo imprudente.
Hay situaciones en que el instinto se hace cargo, y la clarividencia nos golpea providencialmente. Y fue providencialmente que alcancé a detectar que quien había recibido el impacto oval no era otro que el decano de la facultad. Sip. El número uno. Y un uno nada misericordioso, para ser exacto.
Muchos años después vería a Jason Bourne reaccionar como lo hice yo en ese momento. Con una rapidez mental que no volví a tener hasta la fecha (ahora tampoco la tengo, ojo), tracé un plan que tenía menos probabilidades de éxito que una segunda presidencia de De la Rúa, y lo implementé.
Seguí corriendo pues la inercia me hacía imposible detenerme; intencionalmente golpeé al anciano, no con sádicos motivos, sino con el único objetivo de que desde el suelo se le hiciera más difícil la identificación. Así gané la calle.
En la esquina del establecimiento educativo levanté la mirada como Diego frente al arco, y divisé un amigo que movido por eso que llaman curiosidad me había seguido. Tenía una mirada de pánico en sus ojos, el cual se incrementó cuando miró los míos, según confesó tiempo después. Pero más importante que eso, y sobre todo, tenía una contextura física parecida a la mía.
De la solapa lo metí en el bar de la esquina, y antes de que pudiera preguntarme qué me pasaba, ya lo tenía desnudo en el baño. Mientras él miraba con asco mi ropa (cubierta de harina, huevos y mayonesa), la cual estaba ya en el suelo, me vestí con la suya (calzoncillo incluido) y volví a la facultad. No habían pasado tres minutos.
Dado que el tiempo era esencial, fui directamente a secretaría. La vida me había enseñado ya entonces que al diablo hay que enfrentarlo cuando uno está listo, no cuando está listo el diablo, y con la sonrisa que de mi se esperaba, abrí la puerta.
-Marcos, ¿vos estás loco?- me disparó Felipe, un tipo macanudo, con muy pocas luces, todas ellas habitualmente apagadas.
Me explicó como pudo que el decano estaba gritando mi nombre por todos lados. No puedo negar que sentí admiración por el viejito. Aún impactado y desde el suelo, había podido identificarme. Resoplé con algo de fastidio. No era fácil lo que venía.
Algunos minutos después me encontraba en lo que sin duda sería la última parada del decano antes del geriátrico. También es cierto que en esa última parada el viejito tenía el poder para destruirme miserablemente. Y ganas de ejercerlo.
-Señor _____ (acá va mi apellido), en mis cuarenta años en esta institución, nunca he visto nada tan indigno como lo que usted acaba de hacer. Habrá consecuencias. Y sáquese las manos de los bolsillos, hágame el favor! –me dijo completamente agitado. El no había tenido que cambiarse a los pedos, y no tenía los últimos seis años de su vida colgando de una cornisa mucho más jodida que la de Majul, así que ahí se acabó mi simpatía.
-Disculpe, doctor, pero no sé de qué está hablando.
Acá empezó una lucha de miradas que sin duda yo tenía más chances de ganar. Aunque sea por quedarme más años de vida.
A las miradas le siguió un interrogatorio nazi acerca de mi puntería, mi imbecilidad, mi falta de hombría al no reconocer mi calidad de delincuente juvenil, y otras cosas más. Y yo negaba. Todo. Pacientemente. Dignamente. Años después Di Caprio se aferraría a una tablita mientras el Titanic se hundía, sin soltarla. Mi actitud fue idéntica, pero mi instinto de supervivencia era aún más fuerte.
La parodia se extendió durante cuarenta o cincuenta minutos, mientras los resabios de huevo le bajaban por el cuello de la camisa y empezaban a picarle. Le avergonzaba rascarse.
Finalmente me dejó ir, no sin prometerme que la vida se encargaría de arreglar cuentas conmigo. En eso, aunque sea, tuvo razón.
Yo pensé que todo había terminado, pero tres meses después, en la entrega de diplomas, el viejito instruyó al vicedecano para que me entregara el mío, en una muestra de encono y resentimiento impropia de una persona como él.
Aún no lo he perdonado.
JAJAA, la verdad es que están geniales tus anécdotas...Y si... a eso se le llama precisamente "puntería"... pero bueno... zafaste (?) =)
ResponderEliminarPara cuando el libro???
ResponderEliminarescritor que roba sonrisas a la madrugada , tendré que llamar a un buen abogado...ja
ResponderEliminarTremendo lo tuyo, flaco. Quien te sigue en Twitter y tuvo el placer de leerte en #Gallina y #Migra sabrá de que hablo. No diría que sos hijo del rigor, pero que viviste al límite por no tener suerte, sí.
ResponderEliminarPara mí (nosotros) muy buenas historias, a vos te habrán hecho sudar un poquito.
Me reí mucho. Sin querer hiciste lo que yo quiero también. Muchas veces los decanos merecen más que un huevazo.
Qué caracter tenés eh, por que no lo perdonas por dejarte de garpe en la entrega,pero y él? Debe recordar tu cara mínimo en cada egreso de la facultad que vea. Le diste una sensación nueva que en 40 años nadie pudo.
Excelente.
Una especie de test vocacional, lo tuyo es la actuación. Me hiciste reir mucho. (¿Estás seguro que el viejo no está leyendo esto?)
ResponderEliminarMe gustan todas tus historias, por eso decidí leer la que por el título menos me llamaba la atención, a ver si me decepcionabas... Pero no! y te lo agradezco, es de lo mejorcito que te he leído. Lo de De la Rua y lo de Majul, que atinado! Pobres los extranjeros que no lo entiendan, tiene tanto valor, es tan aclaratorio. Me gustás cada vez más.
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