Pasan los 30 y son dueñas del mundo, del mundo que conocen. Un mundo de departamentos que miran a la plaza Vicente López, en el corazón de Recoleta, y de casas de fin de semana sobre lagunas. De campos a los que se llega en camionetas japonesas aunque no haga falta, y de largas sesiones de gimnasio que modelan lo que la cirugía no ha podido corregir.
Son tres, y salvo que alguna esté fuera de la ciudad, una vez por semana se reúnen a consumir alcohol y otras sustancias en cantidades industriales, mientras exploran brutales verdades de otras personas y entierran sus propias mentiras.
Marcela es divorciada y lo disfruta. Su marido, rompiendo el molde tradicional, y violando todo código existente, decidió que amaba más el deporte que a su devota esposa, y la dejó por el profesor de tenis de ambos. Ella, tras su semana de duelo, encontró que estaba mejor sola que con alguien que había dejado de tocarla hacía ya años, y se dedicó a los maridos de las otras señoras que parecían no tener esa limitación. Había aprendido que lo importante para el sexo es la actitud, y que combinandola con un cuerpo trabajado y una carita angelical, era imbatible.
Fernanda y Lucía elegían un perfil más bajo, debido quizás a que sus matrimonios aún flotaban en el mar de la apatía, pero flotaban, y ellas no concebían su vida a un nivel inferior al del champagne francés.
Fernanda es madre de dos y también la dueña de casa en esta oportunidad. La providencia, disfrazada de su esposo, ha llevado los niños fuera de la casa esta noche.
-Siempre lo mismo. Siempre hay una puta más linda que una - dice Lucía mirando a Marcela.
Marcela se siente incómoda solo durante un segundo. No hay forma de que Lucía sospeche nada, y la frase tiene que deberse al hecho de que ella es más linda que Lucía, y que Fernanda, llegado el caso. Y que muchas más.
-O un puto - dice Marcela, y todas se ríen en exceso. El alcohol pasa cada vez más desapercibido. Marcela está mareada y piensa que Fernanda y Lucía no están mejor. No tiene problemas en hacer papelones adelante de las otras dos, pero es importante para ella guardar algún tipo de consciencia en todo momento. Una experiencia lésbica ha sido suficiente para ella. No del todo desagradable, pero suficiente, y sabe que para sus compañeras no.
Lucía se le acerca para "ver sus aros", y le roza distraídamente los labios con los suyos. Marcela trata de pensar en los movimientos que llegaron a eso, pero no lo consigue. El mareo continúa.
Entre tanto, Fernanda se acerca con una pesada caja, y la pone arriba de la mesa. Adentro hay una tabla Ouija, estúpido jueguito para contactar "espíritus del más allá". Marcela desprecia imbecilidades como esa, y no recuerda haber estado de acuerdo en jugar, pero lo están haciendo; ve a Fernanda decir algunas palabras, pero lo único que escucha es el latido de su corazón, cada vez más fuerte.
Nadie se ha movido para apagar ninguna luz, Marcela ve todas prendidas, y sin embargo, la penumbra es casi absoluta. Solamente el tablero, las letras y una copa, que se dirige hacia ella una y otra vez.
Le duele la cabeza y más aún el pecho; le cuesta respirar y todos sus esfuerzos por moverse son inútiles. En su desesperación ve a Lucía llorar y no alcanza a entender por qué. Todavía más la desconcierta la manera en que Fernanda acaricia a Lucía, mientras clava los ojos en los suyos.
Marcela deja este mundo, este que dominaba a placer y voluntad con más dudas que certezas, y entra en otro completamente oscuro, en el que puede ver todo con absoluta claridad.
Lucía no era tan estúpida como ella pensaba, y las escaramuzas de Marcela con su marido eran tan evidentes para ella como la luz del día, luz que Marcela sabe no volverá a ver. Pero puede ver más, mucho más. Lucía no le guarda rencor, a pesar de la infidelidad, sino cariño, tal vez hasta amor. Forma rara de demostrarlo matándola, pero no fuera de carácter.
Fernanda, por otra parte, ha odiado a Marcela desde el día cero, y logró convencer a Lucía de que la única forma de salir adelante es matando a Marcela. Algo de algún veneno, en el transcurso de la noche ha logrado ese efecto. Todo el camino le es revelado a Marcela como una película, y lo único que puede hacer es verla desde el techo de la habitación. Testigo muda de una muerte estúpida, de un triángulo tan improbable como oscuro.
Marcela sabe que el momento crucial de su vida es aquí, ahora, después de la vida. Siente dentro suyo el inmenso poder liberador del perdón, y ve que con solo alejarse, el futuro será mejor que cualquier cosa que haya vivido en esa vida que acaba de dejar.
Pero mira la tabla Ouija que está desplegada sobre la mesa, y saber que en realidad no tiene elección alguna. Las tres han estado condenadas desde que decidieron jugar el estúpido juego, ese y tantos otros. Con un movimiento casual de alguna parte de su mente, logra que la copa se mueva, y las tres empiezan el camino del infierno.